El Acebal
El Acebal

El acebo –ilex aquifolium- es una planta originaria de China que, en forma de arbusto o de árbol, puede llegar a alcanzar hasta los 8 o 10 metros de altura. Ama las umbrías, los suelos frescos y protegidos, los tajos, las hoces de los ríos y las laderas septentrionales de las montañas en las que se le puede localizar hasta, como mucho, los 1.600 metros de altitud.

Sus hojas, pinchudas y lustrosas como las de ningún otro árbol de por aquí, recuerdan en algo a las de la encina. Por eso recibió el mismo nombre –ilex– con el que los romanos llamaban a esta. Y, aunque tiene motivos sobrados para presumir de estampa, especialmente cuando la estación más cruda del año desnuda al resto del bosque, parece que el acebo es más amigo de esconderse en lo profundo que de exhibirse en solitario, a la vista de todos. Por eso es más común encontrarlo formando manchas boscosas dentro de los robledales o los hayedos del norte de España que luciendo palmito a solas. O formando bosquetes independientes como los que se localizan, de manera excepcional en Castilla y León, en las dehesas de Garagüeta, en Soria, y Prádena y Matabuena, en Segovia.

Pero para saber por qué el acebo es, en dura competencia con el abeto, eso sí, el árbol que más se asocia a la Navidad hay que retroceder, más o menos, hasta los siglos VII y VIII. Es entonces cuando se localizan los primeros intentos de la Iglesia católica por crear un mito lo suficientemente fuerte como para que hiciera olvidar la creencia ancestral de que el muérdago era la “planta de la buena fortuna”. La creencia de que el muérdago era la planta propiciatoria de la buena suerte hunde sus raíces ancestrales en viejos mitos especialmente extendidos entre los pueblos con orígenes célticos y tradiciones agrarias, en los que cobraba una especial importancia como planta propiciatoria con la llegada de cada solsticio de invierno.

El empeño de la Iglesia católica por sustituir las celebraciones paganas que giraban en torno al solsticio invernal por los ritos cristianos que conmemoraban el nacimiento de Jesús conllevó también localizar una planta que hiciera olvidar las resonancias mágicas del muérdago. Y así se encontraron con el único árbol que, justo en ese momento del año y en buena parte de Europa, lucía como el más vistoso del bosque. De hecho, la importancia del acebo en el entramado ecológico del bosque radica en que es una de las pocas plantas silvestres capaces de ofrecer alimento a los animales en el momento del año en el que es más difícil de encontrar. Los hermosos frutos del acebo, esas bayas rojas que tan bien combinan con el verde lustroso de sus hojas, maduran a finales del octubre y permanecen en el árbol hasta bien entrado el año siguiente. Son la despensa de la que tiran muchos de los pájaros del bosque hasta que la naturaleza despierta de nuevo.

De ahí en adelante, el empeño por convertir al acebo en el árbol de la Navidad se aplicó en comparar sus características más llamativas con cualidades de la celebración cristiana: las pinchudas hojas del acebo simbolizan la corona de Cristo; sus bayas rojas, la sangre derramada en sacrificio.

Durante siglos convivieron el muérdago, que al no perder su protagonismo llegó a estar incluso prohibido por la Iglesia católica como adorno navideño, y el acebo hasta que, a finales del siglo XIX, con la generalización de las felicitaciones navideñas en color, los ilustradores decidieron dar más protagonismo al segundo que al primero: la viveza que proporcionaba la combinación de rojos y verdes con el blanco de la nieve ganaba por goleada a la uniformidad del muérdago. Y es así cómo lo que no había logrado la Iglesia católica durante siglos, asociar este árbol con la Navidad, lo lograron unos usos cada vez más comerciales empeñados en extender una vistosa escenografía navideña que puso al acebo, convertido en el adorno por excelencia, casi al borde de la extinción.

Por suerte, la extendida costumbre durante un tiempo de acudir al bosque a cortar ramas de este árbol parece detenida a tiempo y ahora solo se realiza en condiciones de explotación controladas que garanticen el desarrollo y supervivencia de acebales como los de Garagüeta y Prádena.

Darse un garbeo por este último es algo tan sencillo como el saludable paseo que lleva hasta él desde el área recreativa de El Bardal, junto a la carretera N-110 que bordea Prádena. Dejando al lado derecho los 1.600 metros de praderas, mesas y enormes sabinas que sombrean el disfrute de este espacio con el buen tiempo, una pista de tierra encara la corta ascensión que, en unos tres kilómetros y algo más de media hora, lleva hasta la mancha de acebos más extensa del Sistema Central. Son unas 60 hectáreas que prosperan algo más arriba del paso de la Cañada Real Soriana Occidental, que por aquí faldea la sierra segoviana.

El camino hasta el acebal, del que se apunta en los carteles que con su madera se construyeron las primeras ventanas del Palacio Real de Madrid, no está señalizado pero es bastante obvio. Únicamente hay que tener la precaución de no desviarse por la pista de tierra que se va por la izquierda a unos 900 metros del inicio. En ese punto, basta seguir de frente y encarar el repecho que alza hasta las praderías que marcan el paso de la Cañada Real. Dejando que esta continúe su camino faldero, el del acebal, del que ya se ve su espesura de color verde oscuro, continúa en ligera ascensión en paralelo a la cerca de piedra que separa un bosque de pinos. Algo más arriba se localiza ya el torno y la portilla que controlan el paso del ganado a la dehesa.

El merodeo por su interior depende ya de cada cual, aunque una forma de organizarlo es continuando ladera arriba hasta topar con los lindes superiores del recinto. Después basta seguirlos hacia la derecha hasta dar con el vallado que lo acota por el sur y que aparece recorrido también por un camino que, en paralelo, va descendiendo hacia Prádena. Basta seguirlo sin tomar desvíos para, tras sobrepasar de nuevo la cañada y dejar atrás un portillo, con Prádena a la vista, acabar desembocando en el camino de subida, muy cerca ya de El Bardal. En total son unos 6 kilómetros que, dependiendo de las paradas, pueden hacerse en unas dos horas.

Una de las sabinas centenarias que prosperan junto al acebal.

Cabe advertir, no obstante todo lo dicho anteriormente, que si el viaje merece la pena es, además de por acercarse hasta este renombrado acebal segoviano, por el asombro de ver monumentales robles y sabinas de portes muchas veces centenarios, ejemplares mastodónticos que bastarían, por si solos, para reclamar mucha más atención de la que tienen si no fuera porque la presencia del acebal les roba todo el protagonismo mediático. Y no es justo.

Artículo de Javier Prieto Gallego, autor del blog “Siempre de paso”.

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